9/11

Hace mucho tiempo desde que el Diablo se le apareció al Cristo en el desierto, y sin embargo son pocos los que se han preguntado porque se le apareció. ¿Cuántas veces al día estamos en el desierto?

Es buen tiempo para dejar de entender el pecado en función de nosotros mismos y nuestras pequeñas decisiones, y reflexionar sobre el poder de nuestra ausencia en el resto de la sociedad.

Estamos atrapados en relaciones unilaterales o cuando más, en relaciones bilaterales que nos apartan, selectivamente, de nuestra capacidad de colaborar y de sumar nuestra preocupación al problema más importante. La conquista de la individualidad, al menos en el entendido social común, nos ha orillado a una personalidad exacerbada en la banalidad, estar en la capacidad de cumplir todos los deseos más superficiales, contentos con pertenecer a la mayoría, indignarse por lo mismo que se indigna la mayoría, y secretamente, saber esa característica única que guardan los pechos de esas personas que se consuelan en soñar con ser lo que siempre quisieron, que se entregan por completo a la ilusión de un presente, que se parece a las fantasías de cuando teníamos 7 años.

Pero ya somos adultos, y nos toca responder a una serie de estatutos que no entendemos ni forjamos, pero que inconscientemente respetamos, por una especie de adoración a la tradición familiar, afirmaciones y conceptos que nos hacen etiquetarnos a nosotros mismos y permitimos que nos agrupen ahí, en ese lugar que las sociedad nos dice que ocupamos.

Son los múltiples silencios expresados en los esfuerzos que hacemos por encajar, es la violencia con la que nuestros ojos se llenan cada vez que vemos en otros materializadas las resoluciones de nuestros más puros anhelos, es la capacidad de poder acallar los gritos de espíritus inquebrantables que envidian con fuerza, todo aquello que no pueden ser.

Es la ausencia de una esperanza, por alcanzar todo aquello que vivió por siempre en los sueños de un niño, que no sabía todavía porque había decidido regresar, y de repente se enfrenta a la realidad que le parece tan ajena y tan lejana, que lo mejor que puede hacer es conformarse o enervarse hasta olvidar.

Hace tanto tiempo ya que las palabras parecían compartir algo de lo que somos y queremos ser. Hace tanto que las personas dejamos de comunicarnos y nos volvimos guardianes de nuestra propia individualidad. Hoy somos el reflejo de lo que nuestros tatarabuelos soñaron con ser, y a falta de un mejor sistema educativo, esto es lo que los seres humanos ponderan como verdad.

Pasarán muchos antes de que los espíritus se conecten, se ayuden y se liberen de si mismos, y sin embargo ya estamos en el camino, desde hace 5,000 años. El tiempo para nosotros no representa una escala real de nuestro impacto en el universo, afortunadamente hay otros niveles de conciencia en donde no necesitamos estas pequeñas mentes para acercarnos a la a la totalidad.

Es tan absurdo el paso del tiempo. Tan lento y tan rápido, pero sobre todo tan absoluto, que nos recuerda en donde estamos parados; el tamaño del que somos y del tamaño que son nuestras imaginaciones. Todo el tiempo tratando de avanzar, de «llegar» de ir y de navegar. La ingenuidad humana que rechaza la propia observación y ser entrega vorazmente a la conquista del todo, en cada una de sus singulares separaciones, como si pegarlo o pasar por entre sus diferencias nos significara una especie de conquista o empoderamiento; como si fuéramos algo distinto a esa totalidad.

¿Cuántas veces al día te encuentras al Diablo? ¿Cuántas veces te enfrentas a lo más voraz de tu propia naturaleza? ¿Y cuantas veces estás ahí para darte cuenta?

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